martes, 18 de septiembre de 2007

Guerreros del Ocaso - Cap 02

Historial del libro:
Introduccion
Capitulo 01


CAPITULO 2

EL JARDÍN MÁGICO.

Era de noche, y no había luna. Las estrellas podían brillar allá arriba, en su imperio, pero las nubes cubrían el cielo, y su tenue fulgor no llegaba hasta la tierra, que sin embargo, aparecía iluminada por un fantasmagórico resplandor verdoso, como las malsanas brumas de un pantano, que se hubieran arrastrado hasta más allá del alcance de sus aguas.

De pie sobre este escenario, dos seres se enfrentaban desde tres metros de separación, mirándose, midiéndose. Uno, vestido con las más oscuras ropas que ojos humanos hubieran visto jamás, incluso su rostro quedaba oculto tras una máscara de negrura. El otro, vestido de un blanco deslucido, apagado, pero que sin embargo parecía alejar la oscuridad de esa noche embrujada. La expresión de este segundo, detrás del arrojo y de la decisión, parecía inundada de un miedo sin paliativos.

Una tercera figura estaba presente en el lugar. Nicolás, sin saber como había llegado hasta allí, permanecía oculto tras unas formaciones rocosas, desde unos diez metros de distancia, intentando ocultar detrás de estas, las ropas blancas que lo vestían a él también. No sabía qué estaba ocurriendo, pero era consciente de que, de algún modo, ya conocía a aquel ser vestido de negro. Sabía de su poder, y sabía que en su interior albergaba tanta oscuridad como en su exterior. Luchó por recoger en silencio los pliegues de su túnica blanca, y sujetarlos entre sus rodillas. Se ocultó tanto como pudo, hasta que sólo asomó un ojo por una grieta de las rocas, para ver qué estaba ocurriendo.

El hombre de negro no parecía en absoluto alterado. Por un momento, los puntos brillantes de sus ojos parecieron dirigirse al lugar donde el chico estaba oculto, y este se agachó con el corazón palpitante, rezando porque no lo hubiera visto.

Desde su nueva posición, no supo qué estaba ocurriendo. El lado racional de su mente le ordenaba que se quedara quieto, encogido, y que siguiera rezando, pero los segundos de silencio se fueron haciendo muy largos, y su curiosidad de niño fue poco a poco ganando la partida. Giró nuevamente la cabeza, y se asomó a la hendidura a través de la cual veía a los contendientes. Estos habían girado alrededor de algún punto central, para seguir enfrentándose. Ahora el hombre de negro quedaba de espaldas, y el rostro del otro era bastante visible, al menos todo lo que podía esperarse con la escasa luminosidad de las brumas. El tinte verdoso le daba una nueva textura al terror que reflejaban sus rasgos... algo así como enfermizo... no, más bien de cadáver, como si quien vestía aquellas ropas blancas no fuera más que un muerto regresado de la tumba.
Aún así, el chico deseaba con toda su alma que aquel cadáver lograra acabar con el hechicero.

Si, lo deseaba, pero en el fondo, sabía como acabaría todo. Ya había presenciado un final como ese.

Mientras estos pensamientos le cruzaban por la cabeza, y como si alguien quisiera confirmarlos, el hombre de negro levantó la mano, y un relámpago gris que no alejó lo más mínimo la oscuridad, surgió de su palma extendida. Su adversario se desplomó con un suave susurro, quedando tapado por las rocas que ocultaban al chico. Este comenzó a temblar, y más aún cuando los ojos volvieron a fijarse en el lugar donde se encontraba. Esta vez no se movió, por miedo a que esto pudiera atraer su atención. Seguramente su mirada pasaría por las rocas, y se alejaría sin advertir su presencia. Era imposible que pudiera verlo. Sólo asomaba un ojo, por la rendija estrecha de las rocas, y sus vestiduras blancas estaban completamente ocultas por la piedra. Era completamente imposible que lo viera.

Pero lo vio, y comenzó a acercarse a él, despacio, brillando sus ojos como dos ascuas rojas en la oscuridad circundante. Nicolás aguardó un momento más, como esperando una última ratificación para el hecho de que había sido descubierto. La encontró en la sonrisa que le dirigió el hombre. Entonces se levantó y se dispuso a salir corriendo, aun a sabiendas de que no llegaría muy lejos. Era el terror el que dominaba sus movimientos.

“El Arma”

La voz llegó de algún lugar lejano, aunque sonaba cerca, quizá dentro de su propia cabeza. Las palabras despertaron recuerdos y cesó su huida. El Arma, claro, ¿cómo había podido olvidarlo?. No estaba indefenso. ¿De dónde había llegado ese objeto?, ¿quién se lo había entregado?, ¿cuál era su poder?... Todas estas eran cuestiones sin importancia frente al hecho de que ahora podía defenderse. Lanzó la mano a la cintura, donde trabó contacto con aquel objeto suave y cálido, tan cálido que parecía dotado de vida propia. Lo aferró y se encaró a su contrincante. Ahora se enteraría ese maldito. El Arma estaba cargada de energía, la sentía latir en su interior, como las aguas salvajes que discurrieran por un turbulento río subterráneo, comunicando el tronar hasta la misma superficie de la tierra. Con ella en sus manos era invencible, los poderes del hechicero no podían nada en comparación. Sólo necesitaba un movimiento, y acabaría con él con la misma facilidad que este lo había hecho con aquel otro pobre desdichado. Sólo un golpe. Se dispuso a asestarlo.

Y no pudo moverse.

Con absoluta impotencia vio como el personaje se le seguía acercando, poco a poco, con ninguna prisa, mientras sus brazos permanecían completamente inmóviles donde estaban unos segundos antes. Lanzó desesperadas órdenes a sus músculos. “Moveos, moveos”, “maldita sea, moveos, joder”. Todo fue inútil. Trató de huir de nuevo, pero incluso este impulso primario le estaba prohibido en ese momento. Sus piernas, sus brazos, su cabeza... todo había adquirido la rigidez de la piedra. Sólo su rostro y su pecho continuaban pudiendo moverse, el primero mostrando todas las expresiones del miedo. El segundo, hinchándose y deshinchándose al ritmo desenfrenado de su corazón.

-- Hola muchacho –dijo él, con una voz indescriptible, que sonó también dentro de su cabeza. Estaba muy cerca de él, pero seguía sin poder verle el rostro-, ¿te ha gustado?

Nicolás jadeó, sin poder emitir sonido alguno. Seguía intentando moverse. Un solo centímetro bastaría.

-- Eso espero –continuó la voz-, porque ahora lo vas a sentir tú.

Nicolás escuchó como empezaba a recitar unos versos arcanos e incomprensibles.

“Muévete”.

No sabía el significado de las palabras, pero era evidente que se trataba de un hechizo. Si no hacía algo, cuando lo acabase, él moriría, y posiblemente sería una muerte horrible.

“¡Vamos!”.

El sudor le corría por la frente en ríos; puro terror licuado. No quería morir. ¡Maldita sea, no quería estar allí!.

La figura de negro terminó de hablar, finalizado el conjuro. Entonces...

Cerró los ojos.

Y chilló. No fue un simple grito, sino algo parecido al aullido de un engendro sacado de una película. Sintió que algo le tapaba la boca, y luchó por seguir gritando. Lo primero que notó es que había recuperado algo de su movimiento. Lo segundo, que voces amigas estaban hablándole desde cerca, sosegadas, intentando calmarle. Sintió otra mano sobre su frente, acariciándole el pelo empapado en sudor.

Abrió los ojos, y se encontró frente a las caras de su padre y su madre, que lo miraban con preocupación. Estaban todos en la habitación del hotel, donde habían llegado la noche antes, y se dio cuenta de que la inmovilidad que había forjado una parte de la pesadilla se debía a que se había enredado con las sábanas durante la noche. Dominando los temblores, se fue poco a poco soltando de sus ataduras, mientras su mente, por su parte, se desembarazaba de los tentáculos del sueño.

-- Ha sido sólo una pesadilla –susurró su madre, acariciándole aún la frente. Nic lo agradeció.

-- ¿Qué ha ocurrido, hijo? –preguntó Alfonso.

Nicolás intentó contestar, pero aún estaba tratando de recuperar la respiración. Para cuando lo consiguió, e intentó contestar, los recuerdos del sueño estaba comenzando a fragmentarse. Recordaba a un hombre vestido de negro... peligroso. Quizá lo había perseguido. No, había querido torturarlo... No, tampoco, pero él había estado inmóvil, atado a una silla posiblemente. Intentó explicar algún detalle del sueño a su padre, pero sus palabras sonaron vacías, inconexas. Finalmente se encogió de hombros.

-- ¿Cómo estás? –preguntó Rosa un momento después, con una sonrisa de ánimo.

-- Creo que bien –contestó, mientras los restos del sueño desaparecían de su mente, dejando sólo una sensación de inquietud, que también se desvanecería a lo largo del desayuno. Entonces se dio cuenta de que sus padres estaban vestidos los dos-. ¿Qué hora es?

-- Hora de casi levantarse –aclaró su padre-. Nos disponíamos a hacerlo cuando nos diste el susto.

Su madre alzó la persiana, y una luz difusa penetró en la habitación, compitiendo con la luz artificial por la primacía. El día no era demasiado luminoso, pero al menos no llovía. Nicolás recordó como la noche anterior, en el momento de descargar los equipajes a la puerta del refugio, habían comenzado a caer gotas. El chico se había quedado dormido oyendo el sonido de la lluvia contra las persianas, y deseando que no se estropearan los planes para por la mañana.
Bien. El cielo estaba plomizo, pero al menos no llovía.

-- Supongo que sigue en pie lo de la excursión de esta mañana –probó tímidamente.

Sus padres lo miraron sin decir palabra un momento. Finalmente Alfonso soltó una carcajada.

-- Definitivamente los niños estáis hechos de otra materia –dijo-. Nadie diría que Freddy Krugger te ha estado persiguiendo hace unos momentos.

-- ¡Al! –exclamó escandalizada Rosa.

-- De acuerdo, de acuerdo. Soy un mal padre –y volviéndose a Nic añadió-. Supongo que sí, si el tiempo permanece como está ahora –se acercó a la ventana, y echó un largo vistazo-. No creo que llueva si sigue soplando el viento así, pero podría equivocarme. ¡Bueno!, ¿te piensas vestir para ir a desayunar o qué?

Nicolás no necesitaba más palabras para animarse. En un momento estuvieron camino al comedor donde, si no se equivocaban, servirían esa mañana un desayuno tipo Bufete.

El refugio donde se hospedaban era en realidad un pequeño hotel en la montaña, comunicado con la red de carreteras a través de un camino privado, asfaltado por la misma compañía, que se encargaba de cuidarlo y mantenerlo transitable si alguna vez caían peñascos, o las nieves lo hacía desaparecer. La zona había resultado prácticamente invisible cuando llegaron la noche anterior, si exceptuaban los pocos metros que los faros del coche podían iluminar. La luna había estado casi llena, pero por desgracia, los nubarrones habían filtrado su luz, de resultas que parecía que hubiera habido luna nueva. Esa mañana, sin embargo, el paisaje demostraba ser digno de una película de gnomos. A través de las ventanas del pasillo por el que caminaban en ese momento, se podían ver unas gigantescas paredes de roca, que parecían discurrir de noreste a sudoeste. El sol, que de todos modos, estaba oculto tras el espeso manto de nubes, aún no había salido de detrás de este macizo montañoso. Bajo estas formaciones, y a poca más altura que el hotel, se extendía un increíble bosque de robles, alcornoques y nogales, además de una frondosa vegetación de arbustos, ocupando cada palmo de las laderas y llanos situados bajo estas. Aunque les habían dicho que este bosque estaba cruzado de una red de senderos turísticos que acercaban a los lugares de mayor interés, resultaba difícil de creer, desde la vista que ofrecían aquellos cristales, que alguien pudiera moverse por aquel lugar, si no era abriéndose paso con el machete por entre la maleza.

El chico lo miraba todo con ojos como platos, aprovechando cada oportunidad de pegar la nariz al cristal, y no viendo el momento de sumergirse en aquel lugar. Desde luego, sus fantasías de explorador iban a quedarse cortas.

El largo pasillo desembocó en un amplio recibidor, dividido en dos por unos escalones. En la parte baja de estos, estaba la recepción del hotel, donde en ese momento estaban recibiendo a una pareja de reciencasados. Aquel tipo parecía estar discutiendo con el recepcionista acerca de algún aspecto de la cena de esa noche. Ella buscaba algo en una de las bolsas de viaje que había amontonadas en el suelo.

La parte de arriba de los escalones era una continuación del pasillo que desembocaba en dos puertas. La de la derecha, cerrada y enrejada, estaba señalada con un sucio letrero de “Piscina”. La de delante, abierta y con un camarero a la entrada que recibía a los clientes, era evidentemente el comedor. Fueron conducidos a una mesa frente a una ventana de las que daban a aquella sierra. Los cristales, aunque parecían ser de esos dobles aislantes, habían sido construidos para que los comensales pudieran disfrutar de las vistas en todo su esplendor.

-- Este sitio es increíble –dijo Nicolás, perdida su mirada entre los árboles.

-- Si, creo que hemos acertado con el sitio –convino Alfonso-. Sólo espero que también hayamos acertado con el tiempo.

-- Me parece que nuestra opinión no va a arreglar mucho si el tiempo cambia –dijo Rosa dejando su bolso sobre la silla-. ¿Vamos a coger algo del bufete?

-- Vamos –Alfonso se puso en cabeza y cogió uno de los platos llanos que habían allí apilados, listo para comenzar a servirse bollos, bacon, e incluso huevos-. ¡Hey, esto parece un desayuno inglés. Estupendo.!

-- ¿Vamos ahora a dar un paseo por el bosque? –preguntó Nic, detrás de su padre.

-- Me encantaría, grumete, pero el tiempo amenaza lluvia. Creo que es mejor que esperemos un poco hasta ver si el viento aleja a las nubes.

-- Pero ¿y si no las aleja? –argumentó el chico con el desencanto tiñendo su tono.

-- Tranquilo, las alejará, o comenzará a llover.

-- Además, es posible que el suelo esté embarrado. Anoche llovió, y podemos ponernos perdidos.

-- ¡Oh, mamá!

-- Eso no importa, Cari –defendió a su hijo-. Después de todo, hemos venido para ver el paisaje, no para saber como se siente un preso durante las Navidades.

-- ¡Bien! –estalló en voz baja Nic.

-- Si no llueve –acabó su padre.

-- Pero...

-- Sin “peros” –dijo Rosa.

-- Pero yo podría salir a dar una vuelta solo. A mi no me importa mojarme...

-- ¡Claro! –dijo Alfonso volviéndose por un instante hacia él, tras apoderarse de otra rodaja de salchichón-, y si no te pierdes, te tendremos enfermo por el resto de las vacaciones.

-- Hay senderos...

-- Que se cruzan, que pasan por lugares escondidos, y que en algún tramo podrían hasta desaparecer. ¿Qué harías si te perdieras?

-- Hay árboles muy altos. Podría trepar a uno para saber donde estoy.

Alfonso se volvió por segunda vez, y puso una mano (la que tenía libre) sobre el hombro de Nicolás.

-- Hijo mío, si estás intentando tranquilizar a tu madre, lo estás haciendo de pena. Y te aseguro que esa tonalidad rojizo-verdosa que está tomando su cara no le favorece lo más mínimo. Creo que en favor de su salud, y posiblemente también de la tuya, lo mejor que podemos hacer es ir todos juntos, contando que no llueva. Y ahora, lo mejor que “tú” puedes hacer, es volver a ponerte en la cola del bufete y poner algo en ese plato vacío que llevas, si es que quieres desayunar, claro.

Mientras charlaban, habían atravesado toda la barra, y Nicolás no había tomado ningún alimento. Se puso colorado, pero no dejó que lo vieran, corriendo a ponerse en cola de nuevo. Sus padres se dirigieron charlando en voz baja a su mesa. La cola había crecido con nueva gente mientras ellos la atravesaban, y ahora hubo de esperar un poco más antes de coger un par de bollitos, dos paquetitos de mermelada, un vaso de leche, y un pequeño paquete de galletas. Luego se dirigió él también a la mesa.

-- Tranquilo Nic –dijo Alfonso cuando se incorporó a su silla-. Tu madre dice que con este viento es casi imposible que llueva.

-- Entonces –comenzó iluminándose su rostro el chico.

-- Si las condiciones siguen siendo favorables dentro de un rato, daremos un paseo, aunque sea pequeño por los alrededores.

-- Estupendo –exclamó comenzando a devorar su desayuno. Sus padres lo tomaron con más calma, de modo que él terminó antes que ellos, y decidió dar otra vuelta por la barra de comida. Allí, miró a uno y otro lado, y viendo que no lo observaban, se guardó tres bollitos y un par de magdalenas en los bolsillos. El paseo iba a ser corto, pero él era un explorador, y los exploradores debían ir siempre preparados. Antes de salir, tendría que ir a la habitación, y coger su linterna y su navaja. Sabía que no había cuevas por esos senderos, pero también sabía que no estarían más de unas horas caminando. Entonces, ¿por qué la comida y la linterna?

Porque era un explorador. Por eso. Sus padres iban a estar ahí, a pocos metros, pero él podía imaginar que estaba sólo, dependiendo de él mismo. A lo mejor lo dejaban alejarse un poco por el sendero, abriendo él la marcha, fuera de su vista. Eso haría la fantasía mucho más creíble. Nicolás casi temblaba de emoción cuando regresó con un nuevo vaso de leche a la mesa. A través de los cristales, el viento bienhechor sacudía las copas de los árboles, dando a la espesura la apariencia de algún océano mágico y embravecido cuyas olas, encrespadas de espuma, se hubieran tornado verdes. Las nubes grises pasaban presurosas sobre las cumbres, sin tener tiempo de vaciar su carga.

Y allá arriba, entre los árboles, Nicolás creyó ver brillar algo. Fue un solo destello, blanco y repentino. Desapareció, y un momento después, ya no estaba seguro del lugar exacto donde lo había visto. Lo olvidó, suponiendo que había sido un rayo de sol que había rebotado en algún cristal perdido, o en los prismáticos de alguien. Sólo más tarde se le ocurrió que el sol no había estado presente. En aquel momento lo dejó como algo sin importancia, en comparación a la salida que iban a efectuar en breves instantes.


-- Abróchate bien el abrigo, Nic –dijo su madre poco después, estando de nuevo en la habitación-. No queremos pillar un resfriado.

El chico guardó las raciones de supervivencia dentro de los bolsillos más amplios de su abrigo, de modo que estaba mucho más cómodo. También allí ocultó la linterna. En cuanto a la navaja, prefería tenerla en uno de los bolsillos de sus vaqueros, más al alcance de su mano.

Mientras sus padres terminaban de ponerse la ropa de abrigo, se dirigió a la ventana. El viento había amainado un poco; por momentos las olas que se veían surcando la vegetación parecían menos violentas, pero no importaba mucho, porque las nubes parecían estar disipándose. Seguía sin verse el sol, pero al menos podía decirse detrás de qué nube estaba oculto.

-- ¿Vais a tardar mucho? –dijo con una voz que simulaba paciencia.

-- ¡Vaya capitán de navío que vamos a tener! –gruñó su padre asomando su cabeza por el cuello de un jersey. Espéranos si quieres en la entrada del hotel. Estaremos ahí en un minuto. Pero no salgas sin nosotros.

-- ¡Vale! –exclamó Nicolás abriendo la puerta.

-- ¡Grumete!

El chico se detuvo un momento.

-- ¿Entendidas las instrucciones? –preguntó su padre, desaparecido el tono de pirata bucanero.

-- Claro papá –contestó con una amplia sonrisa Nic. Cuando su padre le devolvió la sonrisa, desapareció, cerrando la puerta tras de sí.

-- Debe haberme sentado mal el café esta mañana –dijo Rosa un momento después, metiendo en los bolsillos de su abrigo el paquete de tabaco. Apenas fumaba, al menos si se comparaba con otras personas, pero insistía siempre en ir acompañada del vicio, “por si acaso”-. Estoy algo nerviosa.

-- ¿Te había pasado antes? –preguntó sin darle importancia Alfonso.

-- Claro, tonto –dijo ella, acercándose, y besándolo suavemente-. El café suele tener ese efecto. Pero... nunca me había pasado con un café tan suave. ¿Te diste cuenta?, parecía agua sucia.

-- No gruñas, Cari. Recuerda que no estamos en el Imperial Palace.

-- No gruñía –protestó ella escandalizada.

-- Si lo hacías.

-- No. No es cierto. Sólo intent... –su frase quedó cortada cuando él la atrajo hacia sí y selló sus labios de nuevo.

Se separaron y se contemplaron sonriendo a través de los veinte centímetros que los separaban.

-- Nic nos estará esperando –dijo en voz baja él.

-- Tienes razón –contestó ella, separándose y apretando el cinturón de su chaquetón.- Vamos –abrió la puerta y se detuvo, inspirando profundamente, y soltando el aire despacio-. Maldita sea, nunca un simple café me había puesto tan nerviosa.

-- No muerdas a nuestro hijo.

-- ¡Idiota!


En recepción, Alfonso pidió un panfleto con los principales lugares que eran visibles desde los senderos que atravesaban el bosque. Abrió las páginas y las ojeó un poco antes de salir por la puerta.

-- ¡Valla, Nic tenía razón! –dijo-. Hay un río por aquí, pero no creo que podamos visitarlo hoy.

-- ¿Por qué? –preguntó su mujer.

-- Está un poco lejos, a unas dos horas caminando a buen paso. Dice que hay también una pequeña catarata, pero si comienza a llover nos pillará lejos de cualquier refugio.

-- ¿Qué más cosas hay que ver?

-- Las iremos viendo por el camino –contestó cerrando el papel y abriendo la puerta, donde Nic los estaba esperando-. Habla de una zona de árboles centenarios, unas fallas donde se pueden ver los estratos de la piedra... varias cosas.

-- ¿El qué? –preguntó el chico.

-- Los lugares que podemos ir visitando hoy –aclaró su madre-. ¿Qué te parece una visita a una zona muy antigua?

-- ¿Antigua?

-- Arboles de varios cientos de años.

Los ojos del chico se iluminaron.

-- ¡Claro! –exclamó, y se vio a si mismo explorando esa antigua zona. Tan antigua que nadie la había pisado antes. Tal vez incluso lograra encontrar alguna tribu salvaje.

-- Creo que tenemos que ir por ese sendero.

--¿Hacia las montañas? –preguntó Rosa-, ¿estás seguro?

-- Eso creo –Alfonso abrió de nuevo el papel y repasó el croquis que aparecía dibujado-. Si. ¿Ves?, luego tuerce a la izquierda.

-- ¡Vamos! –exclamó Nicolás, lanzándose por el camino.

-- ¡Nic! –lo llamó Rosa-. Ven aquí, vamos todos juntos.

-- Pero no me voy a perder...

-- Permanece donde te veamos –intervino Alfonso, y el chico redujo la marcha, visiblemente contrariado.

-- Este bosque es muy grande –dijo Rosa, con cierta preocupación en la voz, mientras comenzaba a caminar tras de él.

-- No le va a pasar nada. No estamos en el otro extremo del mundo. Lo tendremos a la vista en todo momento.

-- Preferiría tenerlo al lado.

-- Si, y él preferiría haberse ido de exploración solo.

-- ¿Te estás poniendo de su parte?. ¿Quieres dejarlo que haga lo que quiera?

-- No me estoy poniendo de parte de nadie –contestó él, y su voz había perdido el buen humor. Adoptó ese tono que sólo utilizaba para tratar temas importantes y delicados-. Es un niño. Necesita cierta libertad para moverse, disfrutar, imaginar que está en una aventura. ¿Has olvidado cuando eras niña?

-- A mí nunca me gustaron las aventuras. Siempre he pensado que hay que tener los pies en el suelo.

-- Eso no es del todo cierto, muñeca –dijo él, volviendo a adoptar la voz ronca de perro marinero-. Y si lo es, ¿por qué te has casado con el rufián más rufián que surca los siete mares.

-- Tu no... –comenzó a decir, pero se interrumpió con una carcajada. Su marido acababa de montar su labio inferior sobre el superior, y la miraba con un ojo guiñado en una imitación bastante pasable de Popeye-. ¡Oh, maldita sea!. ¿Es que nunca vas a crecer?.

Alfonso la miró fijamente durante un momento, alternando fugaces miradas al camino, para no tropezar, pero su expresión volvió a cambiar a la del respetable hombre de negocios. Su voz, cuando habló, lo hizo en un susurro.

-- Ya lo he hecho, Cari, y tú también. No se cómo, ni cuando ocurrió, pero ya hemos crecido, y de algún modo, nos las hemos arreglado para ser tan pelmazos con nuestros hijos como nuestros padres lo fueron con nosotros –ella lo miró fijamente, pero no dijo nada-. Déjalo. Mira, está a la vista. Si disfruta como un enano escondiéndose entre los arbustos del camino...

Siguieron caminando en silencio unos minutos. El refugio se había perdido de vista hacía ya un buen rato, y según el mapa que llevaba Alfonso, estaban entrando en la zona más antigua del bosque.

-- Sé que tienes razón –dijo ella inesperadamente-. Pero hay algo... Hoy... Bueno... no se.

-- Yo sí –contestó él-. El café... ¡Eh! –exclamó hacia delante en el camino-, ¿dónde vas Nic?

-- Un momento –gritó él, desde unos quince metros de distancia-. He visto algo.

-- Claro, una nave espacial –murmuró a su mujer, y volviendo a levantar la voz añadió-. No te vayas de la vista. Ese es el trato.

-- Es sólo un momento –llegó la contestación.

-- Un momento, un momento –refunfuñó él.

-- ¿Una nave espacial? –le preguntó Rosa, divertida.

-- Eh, no te rías. Cuando era niño, una vez creí haber descubierto una nave espacial sumergida en el estanque de mi familia.

-- ¿Qué?

-- Si, como te digo. Yo tenía once años, y siempre me llamaba la atención ver algo que brillaba allá abajo a determinada hora del día, cuando el sol comenzaba a ponerse. Era un brillo metálico, grande, y parecía que algo redondo, pero el continuo vaivén del agua no me dejaba verlo con claridad.

-- ¿Qué pasó?

-- Que cogí el resfriado más grande que recuerdo. No sé que me ocurrió, pero un día de enero la curiosidad pudo más que yo y me tiré de cabeza al estanque, justo a esa hora de la tarde en que la luz hacía brillar aquello. Resultó ser la puerta de un coche que alguien había tirado allí.
-- ¿Al estanque de tu familia?. Pero era de vuestra propiedad.

-- Sí. Eso es, quizá, lo más gracioso. Si le hubiera preguntado a mi padre por el “misterioso brillo”, él me habría aclarado lo de la puerta. Fue él quien la tiró al estanque, después de haber estado arreglando un golpe que tuvo un tío mío con su coche. Yo no estaba aquel día. Por eso no me enteré.

-- ¿De verdad pensabas que había un platillo volante en tu estanque y no se lo contaste a nadie de tu familia?

-- Así es. Quizá sea difícil de creer, pero en aquel momento, el platillo era mi secreto. No sé por qué, pero desde que lo vi, reluciendo entre el fango, pensé que era algo importante. Importante para mí, me refiero. Había encontrado algo importante que a los demás se les había pasado por alto. Supongo que habría hecho cualquier cosa antes que contárselo.

-- Lo hiciste –dijo ella riendo.

-- Sí. Tienes razón –contestó él, y rieron juntos un rato.

Luego permanecieron en silencio otro rato.

-- Nic –llamó Alfonso-. Estás rompiendo el acuerdo. Quedamos en que podría verte en todo momento.

Silencio.

-- ¡Nic! –llamó más fuerte-. Ven aquí ahora mismo.

Nadie contestó. Sólo el viento, soplando entre las ramas de los árboles centenarios, produciendo un silbido siniestro. Marido y mujer se miraron a los ojos durante una eterna décima de segundo, sintiendo como el terror cruzaba a través de esta mirada como si fuera algo sólido.

-- ¡Nicolás, maldita sea, no tiene gracia! –gritó Rosa.

Alfonso salió del camino por el mismo lugar donde lo había hecho el chico, gritando su nombre, apartando ramas, aplastando arbustos, maldiciendo internamente toda aquella espesura que dificultaba su visión. Un segundo más tarde, su mujer se le unió.

La siguiente hora la pasaron buscando por la zona, separados unos quince metros el uno del otro, apartando todo aquello que podía constituir un refugio donde su hijo pudiera haberse ocultado, gritando continuamente su nombre, peinando una y otra vez la misma zona, como si el simple hecho de la repetición pudiera convencer a un dios compasivo para que en la siguiente pasada hubiera allí algo que antes no había estado.

Buscaron en todas partes, tratando de encontrar el menor indicio, una huella, un trozo de tela... una gota de sangre (oh, Dios, por favor, no)

Buscaron...

... a través de las lágrimas de sus ojos.

Una hora más tarde Alfonso volvió a la carrera hasta el hotel. La patrulla forestal no tardó en llegar y comenzó a coordinar la operación.

Sobre las dos de la tarde dos patrullas más de la policía local se sumaban a la búsqueda.


Cuando anocheció, mientras los coches de policía iluminaban la zona con focos halógenos, y en el refugio la mayoría de los demás huéspedes habían comenzado ya la cena de Noche Buena, Nicolás no había aún aparecido. Ni su cuerpo, ni su ropa, ni un solo indicio que apuntara la presencia de un niño de corta edad en aquel lugar. Alguien había sugerido con voz despreocupada que quizá se había escapado.

Alfonso le había roto la mandíbula a ese bastardo.


Ninguno de los dos pudo quitarse de la cabeza sus últimas palabras:

>> “Un momento... he visto algo.”

Las palabras iban y volvían por su cabeza, como fantasmas errantes que hubieran encontrado una casa en la que asentarse, y de la que nadie los movería jamás.

>> “Es sólo un momento”

Sentados en un tronco caído, con las manos sangrantes tras todo el día apartando troncos, piedras, matorrales, cansados más allá de cualquier explicación, más allá de cualquier medida, sosteniendo entre los dedos temblorosos los cuencos que les habían dado con comida, y de los cuales no habían probado bocado, no podían olvidar aquella frase.

>> “Sólo un momento”

Se les había escapado...

“sólo un momento”.




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martes, 11 de septiembre de 2007

El Día del Advenimiento - Introducción

En esta ocasión, presento la obra "El Día del Advenimiento".

Esta idea nació hace pocos años, en una ocasión en que estaba ayudando a mi padre con unas pesadas taréas de jardinería. El trabajo físico siempre ha causado en mí una especie de abstracción. Si no hay otra conversación a la que atender, o algo peligroso a lo que estar atento, mi mente se hunde en profundidades remotas, donde da rienda suerta a sus fantasías.

En aquella ocasión, se me ocurrió un argumento que podría ser interesante para un libro, y fue tal el estado de concentración que alcancé, que casi no me di cuenta de nada de lo que hice aquel día. Tan solo sé que no deje de darle vueltas a la idea una y otra vez, puliéndola cada vez más con cada repaso.

En cualquier caso, el relato no está acabado aún, pero sí bastante avanzado. Tanto, que he pasado el ecuador de la historia, y tengo en mente un final que debería tambalear los cimientos del mundo.

De dos mundos, en realidad.

Espero que os guste.



Editado a 21/12/2018

Ha llovido mucho desde que publiqué esta entrada. Once años, en realidad. El libro ha tenido tiempo de terminarse y revisarse por completo un par de veces... y de permanecer dormido en un cajón largos inviernos.

He eliminado del blog las entradas en las que compartía con vosotros, incansables lectores, que eran  los cuatro primeros capítulos del libro. Por un lado, lo he hecho porque estaban desfasados; el libro ha cambiado en este tiempo, y es diferente a como lo escribí entonces. Por otro lado, y mucho más importante,  una editorial se ha interesado recientemente en la novela, y la van a publicar en formato impreso en los próximos meses.

Estoy muy ilusionado con el proyecto porque, si bien ya había publicado anteriormente en formato electrónico y de autopublicación, esta va a ser la primera vez que vea físicamente un libro mio en las estanterías de una librería. Es algo que había estado esperando mucho tiempo, desde aquel día con once años en que comencé a escribir mi primera historia.

Espero que compartais conmigo esta ilusión. Os mantendré informados.







Guerreros del Ocaso - Cap 01

CAPITULO 1

VOYAGER.

La oscuridad hacía del mundo un manto de terciopelo negro, arrugado, en el que sólo pudieran distinguirse sombras y sombras más negras. No había luna, y las estrellas no alcanzaban con su brillo mortecino a iluminar lo más mínimo. El único espacio de luz era un circulo delimitado por las vacilantes llamas de una hoguera casi extinguida. A su alrededor un grupo de personas se apretaban por calentar sus huesos en la fría noche. Todos parecían ser ancianos, unos de avanzada edad, y otros sencillamente maduros. Uno de ellos, a juzgar por su aspecto, el más vetusto de todos, intentaba leer las amarillentas páginas de un libro de tapas marrones, a pesar del viento que las hacía oscilar delante de su vista, y de la impenetrable oscuridad. Finalmente desistió con un gruñido, y guardando la obra, se sumó a la conversación de los demás.

El aspecto del grupo era bastante peculiar, todos vestidos de blanco, aunque ciertamente algunas ropas habían perdido este color largo tiempo atrás, sustituido por varias otras tonalidades de suciedad, fruto de una vida a la intemperie. Ciertamente, parecían cansados. Sus rostros, además de viejos aparecían curtidos, agotados, y algunos, también cruzados de cicatrices. Aún así, era evidente que estaban acostumbrados a vivir al aire libre. Su apariencia no era más que fruto de ese tipo de vida.

En algún lugar de la oscuridad relinchó un caballo, y uno de los personajes dio un respingo, a punto de levantarse. El gesto provocó risas entre sus compañeros, pero incluso estas risas eran apagadas, vacías, sofocadas voluntariamente para que no rompieran la quietud que los rodeaba. En unos segundos, había vuelto el silencio, como un pesado manto sobre ellos, del que no supieran librarse del todo.

Finalmente, alguien dijo algo, y pareció que todos hubieran estado esperando que ese tema llegara, con temor, pero resignación. Aunque sabían perfectamente que nadie habitaba aquella zona, no pudieron evitar bajar la voz de tal modo que incluso las ascuas del fuego hubieran tenido dificultades para oír las palabras, caso de que hubieran gozado de ese poder.

Todos dijeron algo. Todos contribuyeron con una opinión, con un temor, con una afirmación, o con una pregunta, todos menos el anciano. Su rostro parecía cincelado en mármol. Quizá fuera un efecto de la oscuridad, pero parecía haber palidecido tanto que su piel competía con el blanco de sus ropajes. El único gesto de que escuchaba y participaba de la conversación, fue un suspiro, o quizá un bufido, que soltó al tiempo que se giraba hacia su bolsa de piel. Estuvo a punto de recuperar su libro, pero se lo pensó mejor mientras contemplaba el cielo, y el viento arremolinaba sus cabellos grisáceos, tanto los de su cabeza como los que pendían de su barba. En ese momento, pareció olvidarse de todo, mientras sus ojos se perdían en la inmensidad de las constelaciones, donde tantas veces se habían leído futuros inciertos de unas u otras personas, incluso suyos.

Volvió a la vida ante una voz altisonante de uno de sus compañeros, pero no ante el volumen, sino ante el significado de la palabra que había sido pronunciada.

“Rahoman”

Una palabra que lo decía todo. Volvió su mirada hacia el grupo, y vio que todos estos estaban mirando a un punto fuera del círculo de luz. Allí había aparecido una figura alta, vestida con túnica, pero con una túnica más negra que la noche. El personaje era visible más por el agujero que causaba en el aire que por una silueta precisa.

El anciano olvidó en un solo instante todo lo que había estado pensando hasta el momento, y se levantó con más presteza de la que se le atribuiría por su aspecto. Al tiempo que hacía esto, pronunció una palabra, y de las casi extinguidas ascuas brotaron nuevas llamas que iluminaron con intensidad a todos los presentes. A todos menos a las ropas del recién llegado. De este pudo verse sólo su rostro, y apenas vislumbrarse el brillo de sus ojos, y el de su sonrisa en el momento en que la mostró. El resto de su fisonomía quedó igualmente oculta por extraños juegos de sombra y luz.

El anciano no mostró miedo, pero pareció envejecer cien años más. Parecía que el que enfrentaba a la figura de negro no fuera más que un cadáver andante. Inspiró profundamente y murmuró algo breve. El viento arreció, arrastrando sus palabras, que fueron inaudibles para los otros miembros del grupo incluso.

El ser llegado, en cambio, si pareció oírlo. Sonrió ahora fríamente y dijo algo de modo mucho más firme. Ante sus palabras, todos lo que permanecían sentados se levantaron de repente, aunque era más que evidente que estaban tanto o más asustados que el viejo.
La expresión del hombre de negro cambió tan de repente que nadie hubiera podido preverlo. Gritó una palabra en un lenguaje antiguo, y extendió su palma hacia el hombre de la túnica blanca, para que de sus dedos brotaran cinco dardos luminosos que le atravesaron como el cuchillo caliente atraviesa un pedazo de mantequilla.

El hombre se aguantó sobre las piernas unos breves segundos, y seguidamente cayó al suelo, en apariencia, herido mortalmente. Los dardos habían escapado por su espalda, donde su túnica blanca se empapaba rápidamente de sangre roja que manaba por los cinco orificios. El anciano luchó por girar su cuerpo, e incorporarse hasta la posición de sentado. Sus compañeros, pasado el primer estupor, se lanzaron a socorrerlo, pero se detuvieron en seco, como ante un muro de cristal, cuando el herido los miró con ojos gélidos. El pecho de sus ropas estaba ya completamente rojo, y un hilo de sangre manaba también de su boca, pero su expresión se había tornado tan dura y resuelta como nunca. Cuando comprobó satisfecho que los demás se mantendrían al margen, se volvió lentamente, con los dientes apretados, hasta encarar al personaje vestido de negro, cuyas vestiduras eran sacudidas furiosamente por el viento.

La sonrisa de este había vuelto, y diríase que se había ensanchado, aunque las sombras que ocultaban su rostro no dejaban asegurarlo. Miraba al caído, muy cerca de sus pies, y quizá esperaba algún tipo de último intento de lucha, pero se equivocaba, al menos en casi todo.
El anciano comenzó a hablar, y casi tan rápido como comenzó a pronunciar la frase arcana, el recién llegado inició su contrahechizo. Ambos terminaron de hablar al mismo tiempo, y se produjeron los resultados. Un aura rojiza envolvió al hombre de la túnica negra, protegiéndolo y haciéndolo invulnerable a cualquier hechizo de ataque que pudiera recibir.

Pero esa noche no recibió ningún ataque. El anciano juntó sus manos, y en pocas décimas de segundo, un brillante objeto de color verde se había formado entre sus palmas. Cuando su brillo cobró intensidad, sopló en su interior, pareciendo hacer relucir su centro destelleante, y provocando que el objeto saliera despedido de sus manos, pero no en dirección a su adversario, sino hacia la derecha de este, hacia la noche, donde se disolvió en la oscuridad, como si nunca hubiera existido.

La exclamación de odio y contrariedad que brotó de la garganta del visitante desgarró la noche, haciendo temblar a todos los miembros del grupo. Tras un último vistazo al punto en que la esfera de luz se había desvanecido, regresó su atención al anciano, en busca de venganza, de algún modo de obligarlo a deshacer lo que acababa de obrar, pero fue demasiado tarde. Este último esfuerzo había acabado con la vida del moribundo. Lentamente, resbaló de su precaria posición, hasta descansar cara al suelo.

El grito que surgió ahora de la garganta del hechicero fue tan fuerte como un trueno. Sus ecos siguieron resonando en la oscuridad incluso después de que este se hubo desvanecido del mismo modo que había llegado. En el claro de vacilante luz de la hoguera, los compañeros del caído se acercaron lentamente a este, quizá con la idea de ayudarlo, pero también con la certidumbre de que se hallaba ya más allá de todo auxilio.

El viento silbó con furia, casi apagando las llamas fantasmales que habían sido invocadas poco antes.

La oscuridad se acentuó, lanzando sus tentáculos para tomar por la fuerza aquellos lugares que la luz tan débilmente poseía.

Poco a poco, quizá durante lo que pudieron ser eones, la oscuridad reinó, las estrellas cayeron, se apagaron, desaparecieron. Solo hubo negrura.

...Y silencio.

Nada más, y nadie más.

Hasta que comenzó el sonido, la llamada.

Poco a poco, el nombre fue quebrando espacios desiertos, abriéndose paso hasta llegar a su objetivo, al principio lejano, y más firme cuando halló la grieta que comunicaba ambos mundos.

-- Nicolás... –el sonido fantasma producía ecos en la negrura, demandando una respuesta.

La grieta se ensanchó, y el mundo de los sueños fue lentamente quedando más pequeño, como un jersey que encogiera rápidamente, obligando a su portador a abandonar su cálido abrigo. Fue de este modo que un niño de trece años abandonó el “lugar donde todo es posible” para incorporarse a un nuevo día en el “mundo real”. De todos modos no le fue muy difícil. Quizá con diez años más, o quince, le hubiera resultado más doloroso abandonar la posibilidad de un sueño lleno de aventuras, o de ilusiones, sabiendo que los sueños se van haciendo más escasos al crecer, y que la mayoría de las veces sólo hay noches vacías, o llenas de sueños que se olvidan. Quizá así hubiera sido, pero Nicolás sólo tenía trece años, y para él, el mismo hecho de vivir ya constituía una aventura. Además, si no se equivocaba, esa mañana era sábado, y no un sábado cualquiera, sino sábado veintitrés de diciembre. Las clases habían terminado el día anterior, y se abrían ante él unas maravillosas vacaciones de más de dos semanas. Bostezó, haciéndose el remolón, y abrió los ojos para saludar a su madre, ya que de ella era la voz que había escuchado.

De pronto pensó que algo iba mal. Su madre no solía despertarlo por las mañanas cuando no era necesario para ir a clase... salvo que tuviera algo que pedirle. Hoy habían empezado las vacaciones, y no tenía deseos de ir de compras, o de limpiar su cuarto. ¡Vaya!, seguro que era eso. A veces, cuando se levantaba con el pie izquierdo, acudía a levantarlo también a él, diciendo que si esto estaba sucio, o que podía estar todo mucho más ordenado. Su madre abrió la boca para decir algo, y el chico perdió las ganas de escuchar lo que pudiera decir. Tenía planes para el día. Bueno, realmente no los tenía, pero prefería pensarlos él mismo a lo largo de una mañana sabática.

-- No te veo muy animado –dijo ella, con una media sonrisa en la cara, que no gustó nada a Nicolás. Esto bastó para que acentuase su papel de niño soñoliento con pocos deseos de levantarse.

-- ¿Qué hora es? –preguntó pensando que si era muy temprano, podía defenderse con ello.

-- ¿Preguntas que hora es?. Es la hora de levantarse y comenzar a hacer tareas.

¡Maldición!. Justo lo que había temido. Ahora lo mandaría a comprar a la carnicería. Ya había estado allí muchas veces, y un sábado por la mañana la tienda podía estar atestadas de señoras charlando del último episodio de la telenovela. Nicolás odiaba ser enviado a aquel lugar. Era poco menos que someterlo a tres horas intensivas de tortura. Luego, el dependiente lo miraría y diría aquello de “que ricura de niño. Tan joven y ya ayudando a su mama”. El chico lo llevaba escuchando varios años, y se preguntaba cuando se daría cuenta de que había dejado de llevar pañales hacía mucho tiempo. Pensaba que cualquier día le podía soltar algún comentario obsceno. Pero claro, se suponía que los jóvenes no decían esas cosas. Debido a eso la juventud tenía tan mala fama. Eso es lo que siempre le decían. Muchas veces había estado pensando como darle a entender que aquel comentario, en cualquiera de sus variantes, era algo que le disgustaba mucho, pero llegado el momento, siempre tomaba su dosis de indecisión, y acababa saliendo por la puerta, dejándolo para la próxima vez. Después de todo él era un adulto. Seguro que no lo decía por ofenderle.

Su madre seguía sonriéndole con aquella expresión. Nicolás se escurrió poco a poco de nuevo dentro de las sábanas.

-- Tengo sueño –probó vacilante.

-- ¿Tienes sueño? –preguntó susurrante, y luego añadió tronante-, ¡que tienes sueño!.

Respondiendo a la suya, la voz de su padre sonó desde el salón.

-- ¿Qué ocurre por estribor? –exclamó, con esa expresión marinera que a Nicolás le encantaba.Alfonso había estado en la marina varios años antes de encontrar trabajo en la oficina en la que ahora estaba de encargado, pero cuando estaba de buen humor solía utilizar el vocabulario marinero, pero como el chico ya había notado, no el de un marinero cualquiera. En su voz y sus expresiones, recordaba más a un pirata sacado de La Isla del Tesoro, que en cualquier momento pudiera montar el cólera exclamando aquello de “Rayos y truenos”.

-- Tu hijo se niega a participar de las labores del hogar.

-- ¡Por las barbas de Neptuno!, ¿qué me dices?.

Nicolás, a su pesar, no pudo evitar lanzar una carcajada.

-- Dice que está cansado.

-- ¿Qué está cansado?. Echa a ese grumete por la borda, no quiero vejestorios en mi navío. Se quedará en puerto mientras nosotros nos vamos de viaje.

Nicolás, poniendo los ojos como platos, lanzó las mantas por encima de su cuerpo, que cayeron en un montón sobre las rodillas de su madre. Seguidamente se lanzó a una carrera hacia el salón.

-- Por supuesto, tendrás que hacer tu cama debidamente –dijo su madre desde su cuarto.
Nicolás la escuchó sólo con una parte de su mente. La otra estaba centrada en las palabras de su padre. Podía bromear mucho, pero nunca, que recordara, había bromeado sobre algo que era cierto.

Alfonso se encontraba en el salón, leyendo un periódico. La televisión estaba puesta, pero a tan bajo volumen que tan sólo se escuchaba en la sala. Jorge, el hermano menor de Nicolás, estaba allí agachado, viendo un programa de dibujos animados. Ni siquiera se volvió cuando el chico entró en la sala. Sólo se acercó más al televisor para oír mejor. Nicolás habría jurado que su padre estaba sonriendo cuando él entró en el salón. Si no lo estaba, se echó a reír mientras hablaba.

-- Vaya, esto si que es una recuperación rápida –exclamó soltando el periódico-. Parece que no quieres perder el barco.

Nicolás trató de conservar la compostura que había perdido por unos segundos. Dio los buenos días a su padre, y contuvo su entusiasmo inicial hasta que su padre le comenzó a explicar de qué iba la historia.

-- Supongo que tienes una ligera idea de cómo funcionan los trabajos y todo lo relacionado –dijo, y Nicolás asintió-. Aunque sólo llevo un año y medio en la empresa, ya sabrás que tengo derecho a un mes de vacaciones al año, aunque quizá no sepas que si las circunstancias lo permiten, ese mes puede dividirse en dos, tres, bueno, los periodos que hagan falta. En realidad, no esperaba que me lo concedieran, pero me han dado las dos semanas de Navidades que pedí –al chico cada vez le era más difícil aguantar la emoción, pero se forzó a guardar silencio mientras su padre seguía hablando-, y he pensado que podríamos hacer algo diferente este año. Algo más que las típicas cenas de Navidad y Año Nuevo. Me he estado informando, y se que hay algunos refugios de montaña que organizan esas fiestas, así que, como supongo que todos estamos de acuerdo en que nos gusta la naturaleza...

-- ¡Nos vamos de acampada! –concluyó sin poderlo aguantar Nicolas.

-- Pero antes de embarcar –dijo su madre cuando pasaba en dirección a la cocina-, hay que dejar este puerto como los chorros del oro.

-- Enseguida –exclamó el chico, ahora de buena gana.

-- En realidad no es de acampada –explicó Alfonso-. Sé que te gustaría que fuera con tiendas de campaña incluidas, fogata nocturna y sacos de dormir, pero hay algunas razones en contra. Por un lado estamos en diciembre. No se tu, pero a mi, las dos mantas que estoy utilizando ahora mismo me parecen poco, y creo que en la montaña hará incluso más frío. Por otro lado, ¿qué tipo de cena de Nochebuena tendríamos si asáramos unos filetes ensartados en un palo?
Contrariamente a lo que Alfonso esperaba, a Nic no pareció importarle mucho el detalle. O si le importó, lo disimuló muy bien.

-- Da igual. Es fantástico. Si estamos en la montaña habrán bosques por los que caminar, y senderos, y cuevas, y ríos, y cataratas...

-- Y unos Gallifantes enormes de color rosa –añadió Alfonso con una carcajada-. No dejes volar demasiado tu imaginación, o puedes encontrarte con una enorme desilusión. No sé como es aquello. En lo del bosque has acertado, eso sí. Tengo entendido que aquel es una especie de parque natural. Hay árboles muy altos, y muy antiguos. Ese tipo de lugar que la gente de ciudad no ha visto más que en los documentales, pero en cuanto a lo demás, bueno, quizá estás haciéndote una imagen demasiado idílica.

-- ¿Y cuando nos vamos?

-- Pues, si atamos algunos cabos, como que nos confirmen la reserva de habitaciones, o que todos los camarotes del buque queden completamente limpios... supongo que después de comer. Si comemos temprano, y con un poco de suerte habríamos llegado allí poco después de anochecer.

-- Jorge no parece muy entusiasmado.

-- A, sí, Jorge. Ese es posiblemente el cabo más suelto que tenemos. No va a pasar las vacaciones con nosotros.

-- ¿No te vienes? –preguntó Nicolás asombrado a su hermano. Este contestó sin desviar la atención del televisor, donde el gato Tom estaba a punto de recibir una ducha fría, obsequio de su camarada Jerry.

-- Me voy de vacaciones yo solito –dijo.

-- ¿Cómo...?

-- Con su colegio –aclaró Alfonso-. Anoche llamaron cuando tu te habías ya acostado. ¿Recuerdas aquel concurso en el que participaron toda su clase?

-- El de tebeos.

-- Ese. Pues era de ámbito nacional, y parece que han ganado el segundo premio.

-- Eso fue hace meses –dijo Nicolás tratando de recordar exactamente cuando había sido aquella semana. Esa en que el bribón de su hermano no había dejado de acosarlo durante cada minuto, exigiéndole ideas para su colaboración en el proyecto.

-- Sí, en junio. Parece que hubo problemas con la financiación del concurso. La profesora anoche me contó algo así. Se suponía que todo estaría resuelto para cuando regresaran de vacaciones de verano. El viaje debía haber sido en septiembre, justo después de los exámenes. Se liaron las cosas, y no se han desliado hasta hace una semana. De modo que tu hermano va a pasar la primera temporada fuera de casa sin nuestra vigilancia.

Nicolás creyó detectar una sombra bien disimulada de preocupación en su padre. Con sus trece años, no estaba aún en disposición de entender hasta que punto podía ser profunda, pero se hacía una idea de que un niño de nueve años no debía de pasar mucho tiempo fuera de la protección de su familia.

-- ¿Dónde van? –preguntó.

-- A Madrid –explicó Alfonso-. Se marchan el día veintisiete, celebrarán todos juntos el año nuevo, y visitarán la capital durante un par de días antes de venirse para acá. Tienen previsto regresar el día cuatro.

-- Pero si se van el día veintisiete, ¿qué va a hacer hasta entonces?

-- Hemos llamado a tu tía, por si pudiera quedarse allí, pero aún cabe la posibilidad de que nos quedemos todos con él hasta que se vaya.

Nicolás puso toda su alma en no demostrar la desilusión que estas palabras le causaron. No deseaba dejar sólo a su hermano, pero ya se había mencionado el viaje. Ya se había mencionado que sólo los separaba unas horas de la partida. Decir ahora que todo eso podía venirse abajo hasta cuatro días después era demasiado.

-- Podría venirse con nosotros a pasar la Navidad allí –propuso, sin demasiada convicción.

-- Podría, pero después tendría que venir yo a traerlo, y es un problema.

-- No, es muy sencillo... –trató de explicarlo Nicolás, pero fue interrumpido por su padre, que bajó la voz para seguir explicándole.

-- Si tienes razón, es muy sencillo, pero hazme caso: es muy complicado. Tu madre y yo lo estuvimos hablando anoche. A un buen paso, son unas cinco horas de coche. Eso significa que necesitaría, si no descanso nada, al menos diez horas y media para venir aquí y volver allí. A mi no me importaría demasiado, porque de ese modo, Jorge cenaría con nosotros el veinticuatro por la noche, pero eso no le parece buena idea a tu madre. Ella opina que podemos igualmente cenar aquí, y me libra de ese modo de una jornada de carretera en solitario –bajó aún más la voz y añadió con un gesto cómico, como si compartieran información confidencial-, ya sabes que se pone histérica cuando estoy sólo en la carretera.

-- Pero yo podría acompañarte ese día...

Alfonso lo interrumpió de nuevo, con una fingida expresión escandalizada.

-- Diablos, no. Eso la aterrorizaría. No te preocupes. No te habría dicho lo del viaje si no hubieran muchas posibilidades de que tu tía se quede con él.

-- ¿Qué tía?

-- ¡Que tía va a ser, besugo! –intervino Jorge, dejando por un momento al gato y al ratón solos en la pantalla-. La tía María.

-- Y tú eres un alcornoque –respondió Nic-. Pues claro que sabía que era tía María.

-- Vaya dos marineros de agua dulce que estáis hechos –intervino Alfonso, y los dos hermanos se rieron. Jorge volvió a sus dibujos animados, no sin antes sacarle la lengua a Nicolás. Para cuando este fue a decirle algo, ya no lo estaba mirando-. Ya sabes que la tía está últimamente bastante sola. Desde que sus hijos se fueron a esos cursos al extranjero, no pasa mucho tiempo con nadie. Además, ya sabes que a tu hermano le encanta el Cuarto Mágico.

-- Sí –dijo sonriendo Nicolás, viendo una oportunidad de venganza-, sobre todo las muñecas Barbie.

Jorge se volvió para lanzarle una mirada asesina, su rostro colorado, pero no dijo nada. El Cuarto Mágico era una habitación en la que la tía María guardaba todos los juguetes que alguna vez habían pasado por las manos de sus tres hijos y una hija. Allí se acumulaban tebeos antiguos, cuadernos de colorear a medio ensuciar, cajas llenas de lápices, ceras, rotuladores y bolígrafos, camiones de todos los tamaños, y en distintos estados de conservación, juegos electrónicos, la mayoría de los cuales hacía años que habían dejado de funcionar, sets de construcción, coches, casas de juguete, ositos de peluche, muñecos de acción y, por supuesto, una pequeña colección de muñecas Barbie, propiedad de la más pequeña, que ahora tenía diecinueve años, y estudiaba ingles en Irlanda. El cuarto mágico era un lugar de ensueño para todos los sobrinos de María, y más aún, porque a diferencia de otros muchos mayores, a la tía María no parecía importarle que el Cuarto Mágico estuviera desordenado siempre. El resto de su casa era otra historia, y podía ser un poco severa cuando algún niño sacaba juguetes de la habitación y los dejaba tirados por cualquier lugar, pero, ¿quién necesitaba el resto de la casa cuando todas las fantasías estaban encerradas entre cuatro amplias pareces?

El mismo Nicolás había jugado allí muchas veces, y aún lo hacía cuando se le presentaba la oportunidad. De hecho, si no hubiera sido por la alternativa que se le ofrecía, habría sentido celos de su hermano, que podría pasar unos días disfrutando en el paraíso.

-- Eso ha sido un golpe bajo, Nic –dijo riendo su padre-. ¿Recuerdo mal, o no eras tú quien hace unos tres años suplicó de rodillas a tu prima Elena para que jugara contigo a las casitas, precisamente con esas mismas muñecas?

Esta vez, fue el chico quien se encendió como la luz roja de un semáforo.

-- ¡Ja, ja! –exclamó Jorge.

-- Eso fue cuando tenía nueve años –murmuró a la defensiva.

-- Si, más o menos la edad que tiene tu hermano. En realidad, creo que ibas a cumplir diez, ¿me equivoco?

-- Ja, ja, ja –añadió a su anterior frase el hermano menor.

-- Silencio, grumete, o serás pasto de los tiburones –exclamó Alfonso con su mejor voz de Barbanegra-. Verás, Nic... los dos. No viene mucho a cuento, pero quiero que sepáis que no está mal jugar a las muñecas... al menos con vuestra edad, y si recordáis quienes sois. El día que, con veinte años, os vea hacerlo, creo que me preocuparé mucho, pero de momento...

Hubo un momento de silencio. Nicolás se apresuró a romperlo con una pregunta.

-- ¿Qué ha dicho la tía?

-- Bueno. Ella no estaba en la casa, pero le hemos dejado un mensaje en el contestador. No creo que se niegue.

Una voz rugiente sonó desde la cocina.

--¿Es que nadie va a desayunar hoy?. ¡Jorge, ven ahora mismo a tomarte la leche o te apago la tele!

-- ¿Puedo tomármela en el salón?

-- No creo que le parezca muy buena idea, marinero –aconsejó Alfonso cuando, tras unos segundos, aún no habían recibido respuesta-. Creo que esta mañana ya se ha encargado de limpiar aquí.

-- Vamos, enano –dijo Nic dirigiéndose a la cocina-. Será un minuto.

Tras meditarlo un momento, su hermano menor lo siguió.

No cruzaron una sola palabra durante el desayuno, y compitieron por ver quien bebía antes el vaso de leche. Ambos estuvieron a punto de ahogarse con el bizcocho, y en poco más de un minuto, ambos estuvieron de nuevo en sus puestos; Jorge delante del televisor, a tiempo para ver como acababa el episodio, y Nicolás en su cuarto, ordenando y limpiando con mucho más ánimo del que tenía al levantarse, dedicando todos sus pensamientos a imaginar como podían ser esas vacaciones. Todos, menos una pequeña rendija que dejaba abierta, rezando porque las vacaciones pudieran realmente comenzar esa tarde.

Como siempre le ocurría cuando dejaba volar su imaginación, el tiempo pareció encogerse, contraerse sobre sí mismo para abarcar mucho menos espacio. En realidad, hizo las tareas de su cuarto sin darse cuenta, dejando que ese lado de su mente que parecía actuar siempre sin control se encargara de ello. Mientras tanto, él volaba sobre los bosques, imaginando que eran selvas, lugares peligrosos donde nadie civilizado había puesto aún el pie, imaginando que comandaba una valiente expedición que lucharía con los indígenas caníbales, para expulsarlos del lugar, que navegaba por ríos cristalinos, que penetraba en oscuras y maravillosas cuevas llenas de tesoros...

Mientras se ocupaba de las tareas, también se apoderó de dos valiosos objetos que guardaba en uno de sus cajones: una pequeña linterna de bolsillo, y una vieja navaja que le había regalado su abuelo no mucho tiempo atrás. En su mente decidió que un explorador que se preciara no podía jamás viajar sin esos dos objetos.

Había comenzado a elaborar una lista de otros objetos que podrían serle útiles cuando el teléfono sonó. Nicolás se levantó como una exhalación y cruzó el pasillo tan deprisa que a punto estuvo de caer al tropezar con la alfombra. Peor aún, la mesita del pasillo, que se apoyaba sobre esta, se movió de sitio, y casi dejó caer la valiosa lámpara que sostenía. Nicolás logró evitarlo con una buena demostración de reflejos, pero se vio obligado a colocar todo en su lugar mientras oía la voz de su madre en la cocina contestando a la llamada. Trató de hacerlo lo más rápido posible, pero algo debía haberse movido más de la cuenta, porque cuando colocó de nuevo la mesa en su sitio, la alfombra quedó arrugada bajo esta. Refunfuñando, volvió a comenzar, y cuando trató de levantar una de las patas de la mesa para pasarla sobre la arruga, reparó en que tan sólo un momento antes acababa de dejar la lámpara sobre su superficie. Soltó la pata rápidamente y volvió a atrapar a la rebelde lámpara en el último momento.

En la cocina, su madre acababa de felicitar las fiestas a alguien, y escuchaba un largo monólogo intercalando algún ocasional “sí”, “claro”, “ajá”. Nicolás sabía, en su interior “sabía” que era la tía María, y que le estaba dando la contestación a la pregunta que lo perturbaba a él. También era consciente de que mientras tanto, en lugar de estar junto a su madre, tratando de pillar el sentido de la conversación, él permanecía sentado en el suelo del pasillo, sobre una alfombra descolocada, junto a una mesa mal puesta, y con la lámpara que había estado sobre su superficie, en las manos.

Todo quedaba muy cómico. El chico se tranquilizó, y trató de olvidarse de la llamada. Realmente no pudo, pero al menos logró colocar la mesita y la lámpara en su sitio para cuando su madre se despedía y cortaba la comunicación. En ese momento, entró en la cocina.

-- ¿Quién era? –preguntó casualmente.

-- Era la tía. ¿Has limpiado todo tu cuarto?

-- Si. ¿Qué ha dicho?

-- Nada, lo de siempre –contó su madre mientras pelaba unas patatas en el fregadero-, tus primos siguen bien, ella está un poco fastidiada con ese reuma suyo, pero dice que no es tan fuerte como otras veces. Y... nada más, salvo que ha comprado un gato.

Nicolás frunció el ceño. ¿A qué venía todo eso?. El no se había referido a eso. Miró a su madre, y vio su sonrisa al tiempo que se daba cuenta de varias cosas: primero, que le estaba tomando el pelo, segundo, la tía María no tenía reuma, al menos que él supiera, y tercero, era la persona más alérgica que conocía al pelo de los animales.

-- No hay problema –le aclaró al fin-. Se quedará con Jorge desde esta tarde.

Nicolás saltó literalmente de alegría.

-- ¡Estupendo! –exclamó-. Entonces nos iremos después de comer.

-- No sé, Nic. Lo intentaremos, pero tengo aún muchas cosas que hacer. La comida se está llevando todo mi tiempo, y creo que tendré que esperar hasta después para poder barrer el pasillo y la salita. También tengo que fregar la terraza.

-- Yo lo haré.

--¿Sí, podrás tu sólo? –preguntó con escepticismo en el tono.

-- Por supuesto –dijo el chico, apoderándose de la escoba, y casi atropellando a su padre cuando salía por la puerta.

-- Lo he escuchado –dijo en voz baja Alfonso cuando el chico hubo salido.

-- ¿Qué has escuchado? –preguntó ella, removiendo la comida, y volviendo a pelar patatas.

-- Eres una aprovechada –dijo, acercándose a ella, y rodeándola con su brazo.

-- ¿Verdad que lo soy? –dijo, volviendo la cara, y sonriéndole, cuando el le acarició el pelo.

-- La más que conozco –sentenció él, besándola brevemente, y luego cogió un cuchillo para ayudarla con las patatas.

-- A él le sobran las fuerzas, pero le faltan las ganas.

-- Debiste trabajar para la policía, de verdad.

-- Ya lo hice –aseguró ella-, pero me echaron por mal carácter.

-- Lo entiendo.

Rosa se volvió tan rápido que su cabello azotó el rostro de su marido.
-- ¿Cómo que...?.

Las tareas estuvieron acabadas mucho antes de lo que habían esperado. Tras la comida, Alfonso se encargó de fregar los platos, mientras su mujer ultimaba el equipaje de Jorge, y le daba los interminables consejos de madre. Nicolás, por su parte, trataba de ayudar por todos lados a agilizar la marcha, pero parecía que todo estaba ya listo.

Poco después de la una, todos estaban montados en el viejo Renault diecinueve. Se pusieron en marcha, y Nicolás sintió como si las puertas del Cielo se abrieran ante él. En realidad, era casi eso. Se abrían diez días de acampada en un lugar maravilloso (eso esperaba).

Hicieron una breve parada en el norte de la ciudad, para despedirse de Jorge. La tía María estaba en el portal esperándolos. Todos se bajaron a saludarla, y charlar un poco. Ella les ofreció subir un momento y tomar un café, pero Alfonso argumentó que ya se les había hecho un poco tarde, y que a Rosa no le gustaba viajar de noche. Además, nunca habían estado en el lugar, y temían perderse en la oscuridad. Tras las auténticas despedidas, montaron de nuevo en el coche, y poco después, salían por la autovía en dirección al norte.

Alfonso colocó el frontal del extraible, y seguidamente, introdujo un casette. Un momento después comenzaron a sonar los primeros acordes de una guitarra por los altavoces laterales.
-- ¿Qué es eso? –preguntó Nicolás, maravillado por la música.

-- El Voyager, grumete –dijo Alfonso, como si presentara las joyas de la corona-, la música del viajero.

-- De Mike Oldfield –añadió Rosa-, no lo habías escuchado antes.

-- No.

-- Pues relájate –dijo riendo Alfonso-. Vas a tener tiempo de conocerlo.



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Guerreros del Ocaso - Introducción.

Guerreros del Ocaso es un libro muy antiguo. Lo comencé a escribir cuando apenas contaba con 11 años de edad, y lo terminé de escribir, en su primera versión, a los 16.

Desde entonces, el libro ha sido revisado innumerables veces, y reescrito en su totalidad dos veces.

En este apartado del blog, iré incluyendo capítulos semanales, al modo de las novelas por entregas, intentando despertar la curiosidad del lector, y su apetito por continuar en la historia.

Un saludo, amigos lectores.





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INTRODUCCION

Hace mucho mucho tiempo, en la enmarañada urdimbre del tapiz de nuestra realidad, dos hilos distintos, pero al mismo tiempo iguales, se unieron para avanzar en una misma dirección, complementándose mutuamente y conformando un todo más sólido y armonioso de lo que habían sido por separado.

De la oscuridad y silencio en los que habían morado, surgieron notas musicales, que crecieron hasta ser mágicas melodías, brotaron palabras que acabaron enlazadas como fantasiosas historias, surgieron imágenes multicolores, como si de un géiser inagotable se tratara.

Dalthea y Tharem; así se llamaban aquellos que, por separado, o de modo conjunto, daban rienda suelta a su creatividad, largo tiempo encerrada. Tan profunda era su unión... tan continua su compañía, que un día quedaron fusionados sus nombres en uno sólo: Daltharem.

En estos rincones, Dalthea y Tharem (Daltharem) quieren dejar constancia de todas aquellas cosas, completas o incompletas, que nacieron de su creatividad, que están naciendo en la actualidad, o que están destinadas a nacer.

Acompañadnos por estos caminos del sonido, la imagen o la palabra, por senderos que comenzamos a caminar hace muchos años, y que hoy seguimos transitando ilusionados.

Acompañadnos.